Cuaderno de Tel Aviv I


[Tel Aviv, 5 de diciembre, primavera del paleolítico lunar —02:20]



Uno. Colores y sorpresas del sueño. Despertar en una habitación con balcón al sol. Abajo, jardines con espejos cian. Arriba, murallas tapizadas con patrones hermosos. Florales. Dinteles dorados, vasijas plateadas brillan en frente de mis ojos aún como la noche magenta colgando encima de mis ojos. La noche se transluce en el espejo de la cama donde duermo. Un terciopelo a oscuras se desliza y azuza mis terminaciones nerviosas. Esa sensación que algo quiere salir por el pecho. Las manos tocan. Su impresión es rugosa; recibe un brillo más o menos opaco. No sé cuál es la siguiente sensación. Quizás el fin de las palabras. O el comienzo. Abro éste, mi último cuaderno. Mi sombra. Mi forma de pertenencia. Y pertinencia. E impertinencia.


Dos. Las rosas serán manumitidas, ya lo he dicho en otros lugares. De cuatro en cuatro. De cuadro en cuadro. Posición vertical. Las rayas no me sientan bien. Las rosas, sí. Me quedo con los cuadrados. Este es mi cuaderno de caligrafía. Mi cuaderno de matemáticas. Esta lógica es la gramática de tu vida. Hoy salí a buscarte, abrí el cuaderno por primera vez en mucho tiempo. Empiezo a subrayar los lugares donde podríamos encontrarnos en otra fotografía. Este es el cuaderno de las cosas que voy perdiendo. Termina en Tel Aviv hasta que las palabras queden cosidas a la superficie y sean fotografías del futuro. O una conjugación de lo que hacemos, lo que somos y lo que soñamos.


Tres. Hoy es un buen día para sanar mi mente.


Cuatro. En los cuadernos aprendí a escribir y olvidaré cómo hacerlo. De esta guerra, ya regresé a casa. Cuando volé desde Praga siempre supe que habría retorno. Una escritura que no tiene retorno es una pieza que falta en un rompecabezas, pero que sobra en un collage. Las palabras no me salen. Me sale una especie de yo rampante.


Cinco. Las rosas serán manumitidas, punto.


Seis. Escribir esperando otra escritura. Una que aún no se da cuenta de qué es. Encuentra tu voz, muchacho. Encuentra tu voz. Como susurro, la norma hecha carne. Tu voz, una sola o varias. Saber quién eres para rastrearte, para estar en el índice onomástico. Ser su propio índice onomástico. Una enfermedad. Estar ordenado por fragmentos. Por síntomas. Etiología de vida. La descripción no se dice. Se representa. Como un espectáculo. Un retrato. Una foto a corta distancia. Una foto de cámara digital. Se puede revisar de inmediato. En alta resolución. Muestra los puntos negros, las espinillas y los lunares. Se asoman los vellitos y los pelos gruesos. Los gestos biológicos que otorgan. O se quedan con un poco de atención. Con alevosía y premeditación. Disuenan. Uno se inquieta. Corriendo de aquí para allá. Arrebatado, por la introspección, subestima el poder del azar. Lo que surge de mi propia mente mientras creo que el mundo ya no es el mundo.


Siete. La escritura es una sola. La forma se adopta para dividirse en cientos y cientos de pedazos. Algunos que quizás no volverán jamás. Como este cuaderno. Como los cuadernos de la infancia. Los cuadernos Mistral de cuarenta y sesenta hojas. La escritura como contenido y modo de presentación. Textos son contradicciones sin tiempo.


Ocho. Para variar. El cuaderno tiene fecha de término. El inicio es más o menos incierto. Es un instante desesperado en el cual consignar la obsesión, guardando su atrás. Un cuaderno se resiste a la clausura. Un cuaderno se resiste a ser libro.

Para variar. Originalmente ilusorio. Secuencia de un tiempo en otro distinto, con materiales de construcción similares en su fondo, un modo de hacer que la frontera sea visible aquí y ahora.


Nueve. Dejar el cuaderno y comenzar a desilusionarse.


Diez. Ensayo de eso. Una selección. Un montaje. Una antología de teorías, resultados y herramientas. Un museo, quizás.


Once. La poesía entrega cierta serenidad. Ok. Vivir es luchar. Luchar es soñar. En ese orden.


Doce. Luz y sombra, también la gama de colores sucumbe ante el espacio previsto. Una composición cualquiera. Allí se configura el deseo, la pena, la emoción, el pensamiento. Solo allí. Una válvula de escape. El oleaje del mar. Ida y regreso. Trae y lleva. El mar da. El mar quita. Una insinuación de algo que puede ser o no. Con cautela. No hay certezas. En el mejor de los casos, rostros. Y uno que otro nombre de pila. De seguro que hay. Son ese secreto bien guardado del instante. Basta lo mínimo. Bastante más que una sola idea. Extrañamiento. O entrañamiento. La pena no es una pena. Nada tiene que ver una pena con otra pena.


Trece. La escritura es tecnología.


Catorce. Un trozo de memoria. Un trozo de memoria es traído al presente a través de la nostalgia. La nostalgia es una jaula del recuerdo. Un museo. Tiene una rigidez al momento de generar una respuesta al qué pasó. Afirmar y negar al mismo tiempo. Reaccionar en un tiempo posible. El traslado de una imagen a otro lugar es contingente. Del viaje, regresar. Con la imagen bajo el brazo. Qué la imagen sea una península.


Quince. Escribir no se trata de la certeza; tampoco de la vida y muerte del pensamiento y la emoción, se trata de cómo resucitan ambas en las terminaciones nerviosas de uno. Y de qué ocurre después de eso. Por ejemplo, después que el texto mira dentro de nosotros.


Dieciséis. Hay casos en que el texto se deja llevar por el dogma autoafirmativo. Se aferra a la certeza de entregar algo ya prometido. No obstante, es posible dar y quitar al mismo tiempo. Como el mar. En la sugerencia y en su carencia. Algo puede ser así o puede ser otra cosa. Se pierde la forma. Más bien, obligación a la forma. Y esa otra cosa, la hereda el observador. En la contradicción, una ficción de salirse de la película. Tal vez para jugar en otro papel, el de otra persona gramatical. O al menos, fingir su voz. Si las cosas salen mal, uno se empalaga.


Diecisiete. Voy en un tren. Camino a Tel Aviv. El viaje es corto. Veintitrés minutos hasta destino. Me duermo en un libro. Lo hiero. No solo me quedo con sus palabras, sino que las subrayo con un grafito número dos. Subversión. Ella está profundamente arraigada a una novela acerca de un divorcio y un error. ¿Por qué volver a la versificación de repente?

Estos son los ojos de la carne.

Su lujuria se convierte en polvo

¿por qué caminar a través de abismos?

Nadar entre las profundidades del olvido. She’s right as rain. O quiere decir: con buena salud. El narrador está interesado en registrarlo todo. En intentar clarificar y grabar lo que ha sido y lo que es. Las cosas deben ser llamadas por sus nombres propios o por otro nombre que emita una luz refrescante o bien, proyecte, aquí y allá, una sombra. Lo que sabía, aún duele. El cielo es el límite. Y el límite es solo el primer paso. Definitivamente, hay cada razón para esperar algo. En tiempos como estos, la quietud es el bien más preciado en el país. Y que no haya malos entendidos, estoy hablando sobre la quietud no sobre el silencio. Cuando escribas tus manuscritos, por supuesto que escribirás lo que desees, incluso cosas pesadas, pero no te olvides que la voz humana ha sido creada para expresar tanto protesta como el absurdo. Y contiene, esencialmente, un considerable porcentaje de quietud. Ajusta tu discurso, lo que significa revelarse en palabras medidas. Espera. Cuidado. El propósito del silencio es el silencio. Corte: en la escena siguiente vas en un taxi hacia un hotel en Tel Aviv, vas escuchando un acento ruso que te recuerda la vida de bajo costo durante el matrimonio. Te bajas. Pagas con un billete de cien (nuevos) shekels. Uno con la cara de la poeta Leah Goldberg. Investigas un poco. Tiene un poema: b’Eretz Ahavti ha-shaked poreah. Después de la vernácula, para mí, para cualquiera que llegue hasta acá: en mi amada tierra, florece el almendro. Alguna vez fuimos juntos al almendral. Pongo los pies en la calle Ben Yehuda. El movimiento espera. La luz enceguece. Levanto la mirada al neón más próximo y voy en busca de lo que he perdido.


Dieciocho. Otro subrayado: quizás deberías preguntarle a algún turista que pase si puede tomarte una Polaroid. Y luego enviársela. En una carta. Así alguien te recordaría.


Diecinueve. El mismo libro todavía. El mismo mar. Un poema en prosa, melancólico y a la vez, erótico. Como si no se pudiera culear llorando. Lo mismo que bailar. Llorando. Club de Tel Aviv. No recuerdo que tuviera nombre. Corre viento. Llueve. Relámpagos. Llorando. Medio torrencial. Ducha de medianoche. Un quiebre de percepción. Sayyid me ofrece un cigarro. Me lo fumo. Tiene ese filtro amarillo. Sayyid habla de su matrimonio fracasado. Detesta ser un hombre de negocios. Cuando se casó, fue en el Sahara. Mataron un camello y se lo comieron. Su pareja venía de Seúl. Todo partió mal. El amor es póstumo cuando se habla de un desierto. 

Y prematuro cuando se habla a las faldas de un volcán. La geografía va mal. El mismo libro. Un espejo de la propia naturaleza. El reverso, un abrazo. Volver al baile. Bailar llorando, ¿en eso quedamos? ¿Y después qué cosa venía?

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