Scherzo acmeísta después de un té


Besar la memoria, en primer lugar. Lo que se nombra en nosotros y con nosotros. En las terminaciones nerviosas que se transforman. Desde un gesto, desde un nuevo estado en el mundo, las partículas atómicas de otro cuerpo que van tocando al propio. Y de ahí, generan toda clase de sensaciones cuya urgencia es de nombre. Decir esto. O aquello. Decir lo que más se pueda. Las partículas atómicas de uno u otro cuerpo se van moviendo a una velocidad mayor que la luz. Imperceptible. Ilegible. Más allá de toda física cuántica. Dinamita que pasa entre los pliegues. De la piel. De la propia existencia. De la respiración. Una que se acelera. Y se calma. Depende de la percepción en lo inmediato. Operaciones que se suceden en forma simultánea. Las partículas atómicas cambian de lugar a medida que el mundo ocurre. Y el mundo siempre está ocurriendo. Algo que no se decide. Simplemente ocurre. Una montaña cuyas cumbres son dichas por uno mismo. Unas cumbres que se elevan en los charcos del rostro. Un intermedio en la emoción, en el pensamiento. Es la venganza del recuerdo. O el poema del final, de solsticio, de equinoccio. Si lo hay. El trópico que viene. O un viaje en las razones pendientes de valor. Las correctas o las equivocadas. El azar, de todas maneras. De una palabra esperada. Como la mirada que la montaña mueve. La palabra: mirada. Una casa. Sílaba a sílaba: dándonos la bienvenida. En este punto, hay un desorden. Un caos de pronombres personales. Aparecen otros en escena. Besar la memoria, en segundo lugar. Nombrar con nosotros. Y con otros pronombres. Las sensaciones que van cayendo a borbotones. Cataratas de emoción, aquí tú. Cataratas de pensamiento, aquí tú. Y yo, con palabras que sorprenden. Qué no. Un lirismo hecho del barro para el mundo, del mundo para la memoria, de la memoria para los ojos, de los ojos para migrar. Migrar de un cuerpo a otro en un parpadeo. Un parpadeo de ida con una pregunta. Y de vuelta con otra. La verdad en tus ojos, tormenta e ímpetu. Un puente que no tiene final. Un muelle que no termina. Sobre el mar, viéndonos y yéndonos sin palabra ni ruido. Pasando a otra sutura, una estrella herida se sutura a la noche irrefutable. La noche bajo la capital del reino. De tus ojos. Nada es lágrimas. Dulzura. En la punta de la lengua, ¿y mañana cuándo despertemos de la noche irrefutable? Un barco que se pierde en el recuerdo. Navega, invisible. El mar es fulminante. Desde tu sueño al mío saltas. Me quedo soñando en tu habitación, mientras la mañana suda franqueza, contra toda ilusión. En la verdad de tus ojos, el Pacífico aparece al fondo como difuminándose, como difuminándose. Y su confusión, truena. Para qué. Cuántos lugares más allá de la mente. Esta mente. Donde emergen las ciudades espléndidas. Espléndidas de esplendor, migrando, cabalgando los paisajes de nuestros antepasados, se desnudan en el canto de un par de aves que han cruzado miradas. Antes de la próxima canción y después de su eco, ¿cómo se escribe en ese nuevo lugar?

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